El porvenir del guerrero

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Lo que la guerra le hace a la gente solo pueden saberlo quienes la han vivido. Anteayer, otro veterano de Irak entró armado y de uniforme en una base militar y empezó a disparar contra el primero que veía. Mató a tres personas e hirió a unas cuantas más y a continuación se pegó un tiro en la cabeza. Dos mil veteranos de guerra se suicidan al año en Estados Unidos. En la época de Vietnam, como el servicio militar era obligatorio, los jóvenes de clase media y sus familias se rebelaron masivamente contra la guerra. Como ahora el ejército es profesional y solo los pobres se alistan en la clase de tropa son también ellos los que mueren y sufren heridas horrendas y trastornos mentales causados por el recuerdo de lo que han visto o lo que ellos mismos han hecho. En la segunda guerra mundial, en Corea, en Vietnam, los gastos bélicos se financiaban con impuestos especiales. Los republicanos inventaron la guerra compatible con las bajadas de impuestos: no hay dinero para los food stamps de los pobres -los cupones de comida que se aceptan en los supermercados de los barrios- pero sí para embarcar al país en gastos militares sostenidos por una deuda pública monstruosa, en gran parte en manos de China.

El otro día, al pie de la escalinata del Metropolitan, me fijo en unos carritos de comida que no había visto hasta ahora. Tienen cada uno una bandera, y sobre el mostrador hay un letrero que indica que el carrito está atendido por un veterano de guerra con discapacidad. Vienen también los nombres: uno de ellos es un antiguo teniente de los Marines. El hombre tiene en la frente como una abolladura, la piel de la cara entre amarillenta y rojiza, como de haber sufrido quemaduras, operaciones de cirugía estética. Está de pie detrás del mostrador, sirviendo perritos calientes y refrescos a los turistas, con una gorra de visera, con una camiseta verde olivo y un mandil blanco, con una rara expresión de amabilidad y ausencia en la cara castigada.