A dos horas en tren de Nueva York, hacia el norte, en un paraje de bosques desde el que puede verse desde arriba la anchura del río Hudson, hay un pequeño cementerio en un claro entre grandes robles, un cementerio sin tapias en el que las tumbas están repartidas desordenadamente, algunas con cruces, o con estrellas de David, o sin ningún símbolo religioso, lápidas de piedra o mármol alzadas sobre el suelo; otras son placas horizontales en torno a las que crecen las hierbas jugosas del verano, y que en otoño desaparecen bajo las hojas caídas. En ese cementerio, que pertenece a la universidad de Bard, un amigo me señaló hace unos años dos simples losas con dos nombres, las dos iguales, tan sencillas y tan gastadas ya por el paso del tiempo que habría sido fácil no verlas. Sobre ellas había esas piedras que los visitantes dejan como recuerdos en las tumbas judías. Cada una tenía inscrito un nombre, la fecha del nacimiento y la de la muerte, el lugar del origen y el del final.
[…]
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