De los peores extremos del clima en Nueva York no tiene la culpa la naturaleza. Cuando hace un frío más homicida no es en lo peor del invierno –the dead of winter, por usar la bella expresión común- sino cuando llega el verano, y en cualquier edificio público, en los autobuses, en los vagones del metro, en ls tiendas, en los restaurantes, soplan los torrentes árticos del aire acondicionado. Se nota que los americanos son más fuertes porque en verano no se mueren masivamente de pulmonía. Y también se nota que ignoran el término medio, la posibilidad de que entre la calefacción y el aire acondicionado haya un estado intermedio en el que la temperatura sea por sí misma plácida o tolerable. Una vez, en agosto, subí al autobús empepado en sudor y a las dos paradas tuve que bajarme, porque no soportaba la tiritera.
Pero cuando de verdad hace calor no es en verano, sino en invierno. En invierno hace un calor tan agobiante en los apartamentos que para no marearse uno tiene que dejar abierta alguna ventana, lo cual ya es el colmo de la eficiencia energética. En invierno, igual que en verano, hasta en los días más crudos, lo primero que hacen cuando te sientas todavía encogido por el frío de la calle en un restaurante, es ponerte un gran vaso de agua lleno hasta el borde de cubitos de hielo.
No hay manera. El lunes caí en una esas trampas que tiende la cercanía de la primavera y salí a la calle con menos abrigo de lo habitual, confiando también en las previsiones del tiempo. Tenía tanto frío que apresuré el paso desde el metro para cobijarme cuanto antes en el despacho de la universidad. Pero en el despacho de la universidad estaba en marcha el aire acondicionado, así que tuve que preparar la clase con el abrigo puesto, como un disidente húngaro en los años setenta.
Por la tarde fue un alivio, al salir a la calle, que hubiera subido la temperatura. Casi daba gusto ir paseando por la plaza de Lincoln Center. Íbamos a ver nada menos que a James Levine dirigiendo nada menos que Wozzeck. A la ópera, en Nueva York, la gente va como quiere. Unos en vaqueros y zapatillas, otros en smoking. Al lado de una mujer en chándal puede sentarse otra con un vestido de noche. Empezó la música desgarrada y deslumbrante de Alban Berg pero empezó también el aire acondicionado. El frío bajaba por las gradas de la Metropolitan Opera como por la ladera de un glaciar. Como españoles desmedrados nos arrebujábamos el uno contra el otro echándonos encima nuestros abrigos y chaquetones sucesivos. A nuestro alrededor, los americanos y las americanas, más grandes, más fuertes, adaptados por la selección natural al clima extremo de los aire acondicionados, presenciaban impasibles la ópera.