En el primer día sin invierno desde hace no recuerdo cuándo me acuerdo bien del 11 de marzo de hace diez años, que fue un día, al menos en Úbeda, feo e inhóspito, con una grisura de luto prolongado. Estábamos en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, pero el 11 de marzo de 2004 nos sorprendió en Úbeda, en los días de extrañeza, fatiga y silencio que vienen siempre después de la muerte de alguien. En 2001 fue Elena, con sus doce años recién cumplidos, la que nos despertó por teléfono desde Granada para contarnos lo que ella estaba viendo en el telediario de las 3, que había habido un accidente en Nueva York y un avión acababa de estrellarse contra una de las torres gemelas.
Esta vez nos despertó Miguel, muy temprano, desde Madrid, y como teníamos tan reciente el trauma de las llamadas de teléfono que irrumpen de madrugada en mitad del sueño se nos sobresaltó el corazón: hay ese momento en que uno de los dos responde al teléfono, y el otro, muerto de miedo, intenta deducir por el tono de voz y por las primeras palabras quién será el que ha llamado, qué ha ocurrido.Según hablábamos con él, el número de muertos seguía creciendo.
Luego vino la mentira, la imperdonable manipulación política infamando el dolor. En los días siguientes echamos de menos la solidaridad sin fisuras de sectarismos, el calor incondicional, respetuoso y solemne que recibieron las víctimas y sus familias en Estados Unidos inmediatamente después del once de septiembre.
Por no hablar del esperpento tóxico de la teoría de la conspiración, que tanto daño ha hecho también, a su manera. Matan las bombas, pero algunas veces también mata la calumnia. Frente a ella las personas son mucho más frágiles de lo que parece.