¿Hay alguna historia que no cuente un viaje, o que no lo incluya? El viaje es una de las narraciones primordiales, la espina dorsal de esa forma de conocimiento que sólo nos llega a través de los relatos. El viaje de Gilgamesh, el viaje de Ulises, el viaje de Simbad, el viaje de los argonautas, el de Huck y Jim, el de Marlow en el río Congo, el de Leopold Bloom por Dublín, el de Jim Hawkings, el de Ishmael, el de los cómicos de Fernán-Gómez, viajeros a ninguna parte por la pobre España interior de los años cincuenta.
Otro viaje, hace unos días: el que hay en Nebraska, de Alexander Payne; la imagen poderosa a partir de la cual es probable que germinara toda la película: un hombre viejo caminando a cojetadas por el arcén de una autopista. Alexander Payne ya había hecho otra película de otro viaje, Sideways, por lugares mucho menos ásperos, pero con el mismo fondo de melancolía. Y cada uno de esos viajes es también un viaje en el tiempo, a veces en doble dirección: hacia la muerte y hacia la memoria, en el caso del abuelo contumaz que interpreta Bruce Dern. Y empapándolo todo esa desolación sin límites de los grandes espacios interiores de Estados Unidos, tan mitificados por el cine, tan llenos de pobreza, de aislamiento y atraso.