Yo subía por West End Avenue, aprovechando el solecillo invernal de una mañana de viernes que tenía la luminosidad y la amplitud tranquila de una mañana de sábado. La vi en la esquina de la calle 106, esperando a que cambiara la luz del semáforo, con su gran gorro de piel, con sus botas de nieve, envuelta en ese abrigo largo que solo se pone en lo más profundo del invierno. Cuando miró hacia mí le hice una señal pero me di cuenta de que no me había visto. Iba por la calle completamente ensimismada, atenta solo a la luz del semáforo que estaba a punto de cambiar. Y en ese momento tuve el privilegio de verla como una figura más entre los transeúntes del barrio, como yo mismo la vería si no la conociera, y al mismo tiempo con la ilusión de observar desde fuera y sin que ella lo sepa a la persona que uno mejor conoce en el mundo, verla plenamente existir aparte de mí.
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