El martes a medianoche había empezado a nevar en silencio en la calles vacía y era como si nevara en San Petersburgo, en una novela de Tolstoi. Nevaba en secreto. Ayer por la mañana la nieve había dado paso al aguanieve al viento y en vez de un San Petersburgo de la literatura o de Omar Sharif y la bellísima Julie Christie Nueva York parecía Minsk en los años finales de Breznev. Las máquinas quitanieves bajaban por Broadway echando hacia las aceras sucios chorros de nieve que se convertían en cordilleras más sucias aún, y además infranqueables. El metro se había estropeado. En cada esquina había gente buscando taxis, o abriéndose paso entre los charcos de barro y nieve derretida y las montañas de nieve hacia las paradas de los autobuses. Cada persona era un bulto encapuchado. De los aleros caían avalanchas de nieve y había que rogar que no le cayeran a uno. Cada esquina era un pantano: los bordillos rehundidos para facilitar el paso a las sillas de ruedas se convierten en fosos de hondura impredecible, en los que es fácil que el pie se hunda hasta más arriba de la bota. Cerca de mí una señora que había trepado un terraplén de nieve entre dos coches hacía aspavientos con los dos brazos para no perder el equilibrio. Fui hacia ella y le tendí una mano para que se sujetara y me dio las gracias y siguió caminando contra el agua nieve. Los dependientes de las tiendas despejaban la nieve de sus tramos de acera como condenados a trabajos forzados. Debajo de un escaparate de Victoria’s Secret, con una señorita como una gacela en ropa interior, había un gran montón de harapos atravesado en la acera. Se removió un poco cuando yo pasaba y era un homeless borracho o dormido. A las botas que llevaban durándome casi diez inviernos la nieve y la sal les desmoronaban las suelas. Chapotear en la nieve con los calcetines mojados es desolador. La estación de metro más cercana en funcionamiento era la de la calle 72. Tardé más de una hora en llegar a ella. Por el camino me compré unas botas nuevas en una zapatería. Los vendedores no daban abasto. La moqueta de la tienda estaba llena de barro. Llegué a la universidad a las doce. Había salido de casa a las diez. En el metro se me caldeaba el alma leyendo el Lazarillo, y me reía yo solo.
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