Javier, adiós

Publicado el

Qué pena me ha dado enterarme de la muerte de Javier de Cambra. Ahora me doy cuenta de que era una de esas personas que hay en cada generación que parece que se quedan atrás y que acaban yéndose antes. Crítico de jazz, dicen las necrológicas, pero Javier era mucho más que un crítico: era un activista, un propagandista, un entusiasta, un maximalista del jazz. Lo conocí en los últimos años ochenta, cuando yo empezaba a venir a Madrid para cosas literarias, entrevistas y presentaciones de libros, alguna conferencia. Me aturdía Madrid y me veía muchas noches tomando copas entre gente conversadora y borrosa, y cuando todos se habían ido el que quedaba era Javier, que me llevaba a otro sitio particular y desconocido, que empezaba a hacerme una entrevista y se olvidaba del cassette -entonces eran cassettes- igual que me olvidaba yo, y se nos iba el tiempo hablando de lo que más nos gustaba, el jazz y la literatura. No sé cómo se las arregló para que le dieran una sección fija de jazz en la revista Elle. Una vez viajamos a Almería -él desde Madrid, yo desde Granada- para participar en el aniversario del club Georgia, que celebraba diez años de persistencia heroica. Vino también Lou Bennett, con su furgoneta de buhonero y su órgano sujeto con todo tipo de alambres y esparadrapos, y Javier y yo acabamos dando una charla conjunta repartiendo los folios de notas por el teclado del órgano de Lou y los tambores de la batería. Escribí en ABC una crónica sobre aquel viaje, Georgia está en Almería. Nuestra siguiente aventura me dejó uno de mis mejores recuerdos de aficionado a la música. Javier me avisó de que iba a tocar en la sala Clamores el insigne Johnny Griffin, y allí nos presentamos los dos. Hace muchos años y no recuerdo quiénes eran los otros músicos, pero Griffin tuvo una actuación prodigiosa, aquel hombre pequeño soplando un saxo tenor que parecía muy grande. Javier lo conocía, como conocía a todo el mundo, y al terminar el concierto me llevó a charlar con él. Estaba diciéndole a Johnny Griffin cuánto me había gustado, cuántos discos suyos tenía, y él se encogió de hombros y me contestó sonriendo, cansado y afable: “Es el trabajo que hago”. It’s the job I do. De esas palabras simples me acuerdo con mucha frecuencia.

Pasó el tiempo y Javier y yo nos veíamos menos, sin ningún motivo en especial, como pasa a veces en la vida, y luego dejamos de vernos. Le pierdes la pista a un amigo y cuando vuelves a saber de él es porque se ha muerto. Hay al menos dos descubrimientos que le debo exclusivamente a él: el piano de Randy Weston; los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot. Me llamaba a Granada y los recitaba por teléfono, y me ponía la música que estuviera escuchando, en esa época muy anterior a internet.