Año nuevo en el Rincón de Ademuz, ese pliegue casi secreto de la geografía valenciana en el interior de la provincia de Teruel. El río Turia abre gargantas verdes y umbrías en los roquedales rojizos, valles de huertas y manzanos. En invierno las laderas plantadas de almendros dan una impresión de aspereza mineral. Los pueblos moriscos en terrazas y barrancos traen el recuerdo de la Alpujarra. Nombres espléndidos, entre de romance antiguo y topografía árabe: Ademuz, Casas Altas, Castielfabib, Vallanca, Torrebaja. Las casas de labor abandonadas regresan poco a poco al paisaje natural cuando se derrumban: el adobe que salió de la tierra vuelve a ella, borrándose en su mismo color, colonizado por la misma vegetación. En la primera mañana del año subimos toda la cuesta hacia el cementerio, que domina el pueblo y el valle, los huertos, los montes próximos, muy trabajados por una erosión como de desierto americano, un paraíso para estudiosos de la geología. Aquí quiso la madre de Elvira que la enterraran, hace casi treinta y seis años. Aquí trajimos en julio a Manolo Lindo, porque quería estar enterrado junto a ella. La mujer que era tan joven cuando murió, 47 años, el marido de entonces que ahora era un anciano. La muerte provoca raros anacronismos entre las personas. Bajábamos luego por el camino fatigados y melancólicos, pero no demasiado, contentos de haber venido, en una modesta romería, hijos, yernos, nietos, novios y novias, en el aire limpio y frío de la primera mañana del año.
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