Muy poco después que en Inglaterra y en Estados Unidos se ha publicado aquí el último libro de Margaret MacMillan sobre el estallido de la I Guerra Mundial. Pilar Álvarez y el equipo editorial de Turner están admirablemente a la que salta en esos asuntos, lo cual me parece un indicio de buena salud a pesar de todo en nuestro mundo del libro. MacMillan es una historiadora incomparable. Su libro sobre las negociaciones de paz en Versalles en 1919 o el del viaje de Nixon a China en 1972 le dan a uno la sensación de estar viviendo en el interior de los acontecimientos del pasado, aunque con la añadidura de la lucidez del porvenir. En The War that Ended Peace, que aquí se titula 1914, MacMillan le hace ver a uno, aleccionadoramente, con una gran tristeza retrospectiva, que las mayores catástrofes no son inevitables, y que la suma de muchas tonterías, frivolidades, mezquindades humanas, puede ser más devastadora que esas fuerzas históricas impersonales a las que venerábamos hace años, con el servilismo supersticioso con que se venera a los ídolos. En el prólogo habla MacMillan de “la insensata destrucción, el daño que los propios europeo infligieron a la parte más próspera y poderosa del mundo, los odios irracionales e incontrolados entre pueblos que tenían tanto en común”.
Qué miedo dan esos odios entre quienes más se parecen entre sí; qué infundados son, y qué fáciles de encender. Me acuerdo de aquella expresión que se puso de moda en los primeros noventa, durante la guerra en Yugoslavia: limpieza étnica. Pero étnicamente los que se mataban eran iguales entre sí. Hicieron falta muchos mítines, muchas amenazas, muchas banderas, muchos embustes históricos, mucho empeño en inventar o subrayar diferencias y borrar lazos comunes.