El pasado histórico vuelve en oleadas. Hasta hace no muchos años las historias de la II Guerra Mundial seguían casi siempre un hilo narrativo o un crescendo que culminaba en un final tajante, de apoteosis o de apocalipsis: la liberación de Europa, la bomba atómica sobre Hiroshima, los soldados aliados o soviéticos llegando a los campos de exterminio, los últimos días y las últimas horas de Hitler en el búnker de la Cancillería. Son materiales poderosos, golpes orquestales que satisfacen la congénita necesidad humana de que cada historia tenga un final, y que sea además un final equiparable al proceso de lo que condujo hacia él. A pesar de la advertencia aleccionadora de T. S. Eliot, queremos que si el mundo termina termine con una explosión, no con un quejido. Como el que lanza una piedra y la mira alejarse y espera su caída, queremos que nuestras historias sucedan con una claridad parabólica. Queremos que los misterios tengan solución, que los crímenes parezcan indescifrables pero que se resuelvan, que las películas acaben en un desenlace, y lo queremos desde niños, desde que nos atrapa por primera vez el hilo más o menos complicado que transcurre entre el érase una vez y el colorín colorado, este cuento se ha acabado. Lo queremos en la ficción, pero también se lo exigimos a la realidad. Pero como en la realidad no hay finales, o son finales poco claros, y están mezclados con desviaciones y principios, como un metal suele estar mezclado con impurezas, nosotros proveemos una conclusión por el expediente simple y efectivo de perder interés, o de negarnos simplemente a saber más, o a seguir preguntando. Nos apasiona el relato del cautivo, pero sólo hasta el momento en que sale de la prisión o del campo. Después de las imágenes de una ciudad inundada por las multitudes que aclaman al ejército liberador lo más adecuado es el cierre en negro y la palabra FIN. Como máximo, podemos seguir interesándonos por esas escenas en sombrío blanco y negro del proceso de Núremberg.
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