No remite la fiebre de Bernhard. Dice Elvira que no hay sitio de la casa en el que no se encuentre un libro suyo. Ya voy por el cuarto volumen de su autobiografía aterradora y prodigiosa, El frío, y antes de terminarlo no me he resistido a comenzar El malogrado. Lo que más me gusta de Bernhard es que pertenece a ese linaje de espíritus libres que llevan tranquilamente y tozudamente la contraria. Los que la llevan de verdad, no los que se apuntan a la moda fácil de declararse en contra de lo mismo que se declara en contra todo el mundo cerca de ellos, los que huelen por dónde van los tiros y se apuntan a la disidencia que se haya puesto de moda. Me gusta Bernhard, aparte de por su talento de escritor, por lo mismo por lo que me gustan Montaigne, Cervantes, George Orwell, Albert Camus, Rosa Parks, Emily Dickinson, Manuel Chaves Nogales, Giorgio Morandi en pintura, Vasili Grossman, Brassens. Porque no van como Vicente a donde va la gente, sino a donde a ellos les da la gana de ir, sin aspavientos pero sin medias tintas, radicales sin exhibicionismo ni melodramatismo, contrarians, como se dice en inglés. Son la sal de la tierra. No hacen ostentación de nada, y en la mayor parte de los casos habrían preferido llevar vidas mucho más tranquilas, pero su libertad íntima es un ejemplo de coraje. Me recuerdan la historia de aquel monje Zen coreano al que se acerca un caudillo militar a caballo y cubierto con su armadura, que le dice: “Humíllate ante mí. Soy el que puede aplastarte bajo los cascos de su caballo y degollarte con su espada. ¿Quién eres tú?” Y el monje, sin bajar la cabeza ni variar en su postura de meditación, le contesta educadamente: “Soy el que puede ser aplastado bajo los cascos de tu caballo y degollado por tu espada”.
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