Observando algunas de las expresiones visuales del fervor independentista catalán he confirmado una intuición: el kitsch es un rasgo tan definitivo del patriotismo como la sobreabundancia de banderas. El kitsch es el imperio de los aspavientos incontrolados de la emoción y la sensibilidad, de la desproporción entre la sustancia y el envoltorio, del subrayado insistente, del golpe de efecto seguro por encima de la sugerencia. El kitsch se define por comparación porque su naturaleza es derivativa y parásita. El kitsch es al arte lo que la margarina a la mantequilla, lo que el arcopal a la loza, lo que la novela histórica a la historia, lo que Isabel Allende al mejor García Márquez (no el que se parece a Isabel Allende), lo que Norman Rockwell a Edward Hopper, lo que los anuncios turísticos de la Junta de Andalucía a la realidad de Andalucía, lo que Joaquín Rodrigo a Manuel de Falla, lo que el hotel Alhambra Palace de Granada a la Alhambra de Granada.
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