Una cosa seria a la que aspiro en la vida es a tener algún día un huerto como el de mi tío Juan. En Úbeda, en lo que queda de patrimonio popular después de la devastación a la que llevan sometiéndola no sé cuántas décadas ayuntamientos vandálicos, arquitectos romos, concejales sinvergüenzas, especuladores rapaces e ignorantes, se encuentran a veces casas de fachada modesta que tienen al fondo, más allá del portal, una claridad que viene del huerto, un huerto secreto desde el que no se ve nada desde la calle, un paraíso cerrado como el de Soto de Rojas en Granada, con ese sentido doble de recreo y recato que probablemente viene de la cultura musulmana de al-Andalus. Al fondo de la penumbra fresca del portal, en casa de mi tío, se vislumbra la claridad del huerto, que es pequeño y es un mundo, con una gran higuera, con un apartado para las gallinas, con un aljibe cubierto por una parra, con filas prietas de tomates, pimientos, berenjenas, judías verdes, pepinos, calabazas, con macetas de plantas aromáticas, con bastidores de cañas en los que se secan ristras de ajos.
Para espantar a los pájaros mi tío cuelga entre los racimos de uvas trozos de cintas viejas de cassete que brillan al sol y se mueven con la brisa. También cuelga cosas un poco más extravagantes: una alcachofa de bombona de butano, un pájaro muerto, un grifo inservible. Un barreño viejo lleno de tierra fértil le sirve como vivero. En botes usados de nescafé almacena hojas secas de orégano para las ensaladillas. Cada racimo de uvas lo protege con un capuchón de papel o una bolsa de plástico recortada a medida. En estos tiempos de crisis mi tío se acuerda de que cuando él y mi padre eran niños lo que salvó del hambre a muchas familias trabajadoras era tener un huerto, por pequeño que fuera. Él vive en el suyo con una autosuficiencia de Robinson Crusoe. Mi tía Catalina y él recogen todo tipo de botes de cristal y de plástico para guardar todas las conservas que luego reparten a sus hijos. Como fertilizante poderoso usan el estiércol de las gallinas. Cuando me voy a marchar mi tío Juan pone a una bolsa de plástico un fondo cuidadoso hecho de hojas de higuera y sobre él apila el don magnífico de los higos recién madurados, rezumantes de azúcares. También me da unos tomates tremendos de la casta que a mi padre le gutaba tanto cultivar, los carne de doncella. Uno solo de esos tomates, con aceite de oliva, con sal gorda, con unas briznas de orégano, es un festín supremo para los sentidos. Yo quiero hacerme viejo cultivando un huerto como el de mi tío Juan.