Creo que la literatura tiene que leerse y que escribirse de la misma manera: en un cierto estado de sonambulismo. Que el lector sienta que la historia le sucede en parte a él mismo y sucede, se escribe, al mismo tiempo y al mismo ritmo que la lectura, que existe porque él la está leyendo e imaginando, como existe una música cuando la toca alguien; o que uno, el lector, deja parcialmente de existir, embebido en la experiencia de otros, lo cual no está nada más en un mundo afectado epidémicamente por las formas más variadas de narcisismo, el individual y el colectivo. Sobre esto dice Ian McEwan una cosa que me gusta mucho: “Quizás en el placer máximo de la lectura hay un elemento de autoaniquilación. Estar tan entregado que casi uno no sabe que existe”.
Pero escribir, escribir ficción sobre todo, también tiene una parte grande de sonambulismo, porque a los mejores episodios y lugares se llega siempre por sorpresa, o por un camino del que no se tenía la menor idea, porque ni siquiera se sabía que era un camino, un itinerario de tanteos con los ojos entornados por una de esas ciudades medio inventadas y medio reales de los sueños. Las historias más poderosamente nuestras son tan impremeditadas, tan inevitables como las que recordamos al despertar, narradores catalépticos. El imán que nota el lector cuando está dentro de una historia es el mismo que guiaba al escritor hacia donde no sabía del todo que estaba yendo. Hay algo de compulsivo y anónimo en toda gran historia, como en la música. Escribir es aprender a dejarse llevar; saber hacia dónde se va a la manera inconsciente en que lo sabe un sonámbulo. Robert Graves decía que el primer verso de un poema lo dictan los dioses. Uno puede agotarse flaubertianamente en un esfuerzo de años, pero aun así el libro, si vale algo, se habrá escrito él solo. Corregir, cortar, limpiar: eso es lo que se hace con los ojos muy abiertos, con los cinco sentidos. Por eso corregir es un trabajo en el que se agradece y hasta se requiere la colaboración mientras que escribir es tan solitario, una ascesis de aislamiento pleno cada vez más rara y más valiosa en un tiempo de comunicación incesante. Ese retiro, que puede disfrutarse en casa y con gente cerca, detrás de una puerta sólo entornada -Joyce escribía en el barullo de su familia-, nadie lo ha expresado mejor que Fray Luis de León:
“Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al Cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo”.