En la Costa Brava, con el bravo mar incesante de fondo, he terminado “La desheredada”. Cada vez admiro más a Galdós. Después de Cervantes es el novelista más experimental de nuestra literatura. En “La desheredada”, que es la primera de sus grandes novelas contemporáneas, se nota mucho que está tanteando algo nuevo, algo que no ha hecho antes nunca, que no se parece exactamente a lo que ha leído en los novelistas franceses. Casi cada capítulo es un comienzo nuevo, una exploración de registros posibles, como en el Quijote o en “Ulises”, una búsqueda de la mejor manera de contar exactamente aquello que se tiene entre manos, de encontrar la correspondencia más exacta posible entre la materia narrativa y el acto de contar. Hay parodias de discursos políticos, parodias de sermones, apuntes rápidos del natural, resúmenes acelerados de lo que ha sucedido en la política y en la vida de los personajes, debates de una radicalidad extrema sobre las diferencias de clases y la rapiña parásita de los ricos españoles, que viven de explotar crudamente a los más pobres y de lograr contratas fraudulentas de dinero público. Hay monólogos interiores de una torrencialidad y un descaro que no volverán a leerse en literatura hasta que resuene en ella la voz insomne de Molly Bloom. Hay capítulos enteros que son diálogo teatral. Y hay, como en Cervantes, la parodia de un género literario que resulta desbaratado para siempre cuando irrumpe en él la urgencia de lo real. Don Quijote estaba enfermo de novelas de caballerías. Isidora Rufete lo está de folletines sentimentales. Que esta novela no esté en el repertorio de la gran literatura europea es una sinrazón de un calibre equivalente al desconocimiento de Eça de Queiroz fuera de Portugal.
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