Cada uno de estos días centrales de agosto la ciudad va siendo más un regalo para los que nos quedamos en ella. Lo será todavía más mañana, por la fiesta, y todo el fin de semana, una ciudad anchurosa pero no opresiva, con poca gente pero no desolada, con sus zonas de vida tranquila en los barrios, terrazas vecinales, panaderías y kioscos que siguen abiertos, la churrería que nos pusieron cerca hace poco y que ha sido una bendición, la pescadería del mercado en la que esta mañana compré unas rodajas resplandecientes de merluza. Nos iremos unos días a un hotel en la playa, que falta nos hace, pero será la semana que viene. Ahora toca aprovechar este silencio, esta dilatada quietud. La bicicleta va más rápida y sigilosa que nunca por las calles sin tráfico. La calma exterior facilita el recogimiento del trabajo, y hasta le quita a uno parte de la pereza y el desánimo que es preciso vencer cada día para reanudar la tarea. Son días para leer a escritores muy contemplativos. Yo me he quedado estas últimas noches hasta muy tarde leyendo “Los anillos de Saturno”, de W.G. Sebald. Es tan bueno que su ejemplo lo amedrenta a uno cuando se pone luego a escribir.
Quedarse en Madrid
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