Arte de perder

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Estaba en Lyon, el viernes por la tarde, recién llegado a la habitación del hotel. Sentía mucho cansancio, después de otra noche en blanco por culpa del cambio de hora, del viaje en avión, del largo viaje en coche desde el aeropuerto a una de esas ciudades francesas pequeña y prósperas, Bourg-en-Bresse. Campos muy verdes y masas de árboles bajo la lluvia, ríos anchos y lentos. En Bourg-en-Bresse mis anfitriones me habían llevado a comer a un sitio antiguo y distinguido, uno de esos restaurantes franceses con techos muy altos,  columnas y molduras doradas, globos de luz, breves neones caligráficos en rosa y en azul: Bar, Toilettes Dames. El refinamiento de la comida y del vino, más llamativos aún cuando se acaba de llegar de Estados Unidos: un tinto delicioso a granel, en una botella de cristal con una belleza como de dibujo de Juan Gris; y la especialidad de la comarca, según me explican, el Poulet de Bresse, un pollo que tiene la carne oscura y el sabor de los pollos de cresta roja que se criaban antes en los corrales de las casas.

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En Bourg-en-Bresse tenía un encuentro con alumnos de instituto, que hacen eso que se llama en Francia el Bachi-Bac, una mezcla de bachillerato español y francés. Me impresionó  la seriedad educada de la atención y la agudeza de las preguntas. A los profesores, españoles y franceses, se les notaba mucho la entrega a su trabajo. A veces vale la pena vencer la pereza de los viajes para encontrarse con personas así, militantes vocacionales del conocimiento y de la literatura.

No paraba de llover y nada más salir de Bourg-en-Bresse me quedé dormido. En la tarde muy gris tempranamente oscurecida bajo la lluvia Lyon tenía una opulencia lóbrega. Llegué al hotel y me apetecía mucho anotar algo aquí: en los viajes se me acentúa el instinto de apuntar lo que veo. Fui a sacar el portátil de la mochila y descubrí casi con un escalofrío que no estaba. Primero pensé que me lo había olvidado en casa, luego que me lo habrían robado. Me lo había dejado por la mañana en una bandeja del control de seguridad en el aeropuerto.

Varias horas y varios sobresaltos después nuestra amiga Susana me llamó para confirmar que acababa de recogerlo en Barajas, en la oficina de objetos perdidos. Todavía me da pánico retrospectivo pensar en todo el trabajo que habría perdido si el portátil no llegar a aparecer. Algo que parece perfeccionarse con los años es mi capacidad ilimitada de perder cosas, de dejarlas olvidadas, de no acordarme dónde las puse hace sólo unos minutos. Una vez más me acuerdo del poema que me gusta tanto de Elizabeth Bishop: “The art of losing is not too hard to master…”. Efectivamente: el arte de perder se aprende fácil.