Jane Monheit, anoche, en Birdland. El club lleva todavía el nombre que le pusieron en 1949, en homenaje a Charlie Bird Parker, pero ahora ocupa un local distinto, muy amplio, con buena acústica, en un lateral de la zona de los teatros, cerca de esos tramos de la Octava Avenida en los que aún quedan rastros del Times Square pintoresco y sórdido de los neones de sex shops y de cines pornográficos de sesión continua. A Jane Monheit no la veíamos desde que cerró la Oak Room del hotel Algonquin, privando a los aficionados de uno de los locales clave en ese género que aquí se llama “cabaret”: cantantes, casi siempre mujeres, acompañadas sólo por un pianista o como máximo por un trío de jazz, dedicadas a ese patrimonio glorioso que es el “American Songbook”, el repertorio de las grandes canciones sobre las que improvisan los músicos de jazz, tan buenas, tan bien hechas, tan sólidas y livianas a la vez, que permiten variaciones ilimitadas, que son siempre ellas mismas y sin embargo les permiten a los artistas hacerlas tan suyas como si las hubieran compuesto ellos mismos. Irving Berlin, Gershwin, Cole Porter, Harold Arlen, Richard Rodgers, Sondheim, tantos otros, un hilo de maestría que atraviesa todo el siglo XX. Algunas canciones de Leonard Cohen o de Paul Simon se pueden añadir a esa lista, y seguro que muchas más que no recuerdo ahora. Anoche Jane Monheit agregó dos inesperadas y admirables: “Golden Slumbers” y “The Long and Winding Road”, de los Beatles. En su voz, en el espacio del club, envueltas en la gasa sonora del piano, el bajo y la batería, esas canciones revelaban su condición intemporal, en la que siempre hay una sugerencia de la congoja del tiempo.
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