Con los primeros calores, las tormentas y los diluvios súbitos de mayo llega cada año al Carnegie Hall, durante una semana entera, el festival tumultuoso de las orquestas sinfónicas americanas. No son las más célebres y por lo tanto los precios pueden mantenerse muy bajos. Un concierto cuesta 25 dólares; se puede asistir a cuatro por el precio de tres; el ciclo entero sale por 100 dólares, más barato aún para estudiantes. No faltan los nombres sonoros: este año, entre otros, Christoph Eschenbach con la National Symphony Orchestra, Leonard Slatkin con la Sinfónica de Detroit. También vienen las sinfónicas de Baltimore, de Oregón y de Albany, la Filarmónica de Búfalo. Porque no es obligatorio atraer al público pudiente y conservador los programas son más aventurados. La atmósfera general tiende a lo bullanguero, al menos hasta que empieza la música, y las cabezas blancas o grises no predominan en las butacas. Los conciertos los transmite en directo la WQXR, que fue la emisora de música clásica del New York Times y ahora pertenece a la red de la radio pública. No es inusual que los directores expliquen las piezas que van a ser interpretadas. La ausencia de solemnidad resalta la fuerza de la música, la maravilla de su irrupción en lo cotidiano. Hay un rumor festivo de gente llenando una sala muy grande que poco a poco se apacigua, y cuando se atenúan las luces el silencio no tiene la cualidad algo opresiva de la ceremonia; es un silencio de gran expectación colectiva, de inminencia de lo muy deseado.
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