Uno no acaba nunca de conocer los lugares públicos un poco secretos que hay en la ciudad, junto a los que ha pasado muchas veces sin darse cuenta, sin reparar en la placa que hay en la puerta, o a veces porque la única manera de saber que existen es que alguien te lleve a ellos o te descubra su existencia. Yo he pasado muchas veces por el cruce de Madison Avenue y la calle 79 -no están lejos ni el Metropolitan ni el Whitney, y hay muy buenas galerías de arte y alguna librería excelente en el vecindario- pero hasta el miércoles por la noche nunca me había fijado en el letrero de la New York Society Library, una biblioteca mucho más antigua que la Public Library, e incluso que los mismos Estados Unidos, porque se fundó en 1754. Fue como entrar en un reino encantado. Hay escaleras de mármol, techos altos, salas con muros forrados en madera, vitrinas con documentos manuscritos y primeras ediciones valiosas. Uno se hace socio y puede llevarse libros y venirse a escribir en salas acogedoras de un silencio perfecto. Una bibliotecaria me dice con tono de discreción que aquí han venido y vienen a trabajar escritores muy conocidos. Incluso hay cuartos de trabajo particulares que pueden alquilarse para una quietud más completa.
Descubrí la New York Society Library porque allí se presentó el número especial de la Hudson Review dedicado a literatura y ecología, en el que se ha publicado la traducción al inglés de El faro del fin del Hudson, el cuaderno de apuntes de mis paseos por el río que aún no ha salido en español, en parte porque es un proyecto en marcha, una tentativa de escritura fluida, entrecortada e inconclusa, como el mismo río que circula por ella. Lo ha traducido al inglés Martina Broner, y le ha puesto dos ilustraciones magníficas Miguel Sánchez Lindo, que como su propio nombre indica , y aparte de gran diseñador gráfico y dibujante, es alguien muy muy cercano a mí. La Hudson Review es una de esas revistas venerables que aquí llaman quarterlies, porque se publican trimestralmente, con formato y volumen de libro, diseño austero y atractivo y mucha lectura. La fundó en 1946 el poeta Frederick Morgan, que la dirigió durante muchos años con su esposa, Paula Deitz. Uno de los libros mejores de Morgan está exclusivamente dedicado a ella, Poems for Paula. Paula es una de esas mujeres menudas de Nueva York que parecen frágiles y que despliegan una energía no menguada por los años. Escribe sobre jardines en el New York Times, dirige ella sola la Hudson Review desde que murió su marido, viaja por Europa, no se pierde un concierto. Vive impulsada por un incorregible entusiasmo.
En el acto de presentación, en una sala de la New York Society Library con suelos nobiliarios y cuadros del siglo XVIII en las paredes, leímos algunos de los colaboradores en este número: Laurie Olin, que cuenta y dibuja sus recuerdos de infancia en Alaska, Peter Wortsman, que ha hecho nuevas traducciones íntegras de cuentos de los hermanos Grimm, en los que la naturaleza tiene una presencia tan poderosa. Mientras yo leo, en la pantalla se proyectan los dos dibujos de Miguel, y eso le da al acto una secreta emoción familiar.