Por la mañana me puse a repasar un poco distraídamente The Dead, que ya tenía leído de la semana anterior, y que es de esas historias que uno cree conocer muy bien. Hacía fresco y sol en la calle y daba gusto asomarse a la ventana y ver la novedad todavía tan reciente del verde en las copas de los ginkgos, airosas como géiseres. Me senté con el libro, el lápiz, el cuaderno, y la historia se apoderó de nuevo tan completamente de mí que tuve que leerla entera de la primera a la última página. Joyce, que amaba tanto la música, no fue nunca tan sinfónico como en este cuento largo o novela corta en el que la ondulación de las palabras lo envuelve a uno y lo lleva hacia adelante y al mismo tiempo cada voz, cada personaje, cada punto de vista, se distingue con tanta claridad como los solos de los instrumentos. ¿Cuánta gente cabe en tan pocas páginas, cuántas palabras, cuántas emociones dichas y no dichas, cuántas historias que se esbozan visiblemente o que avanzan por debajo, y sólo se atisban un momento si uno presta atención? La nieve es ese motivo como casual que suena desde el principio aquí y allá y que al final, en el sonido formidable de toda la orquesta, se revela como el tema decisivo.
Por la tarde, en la clase, alguien apunta un dato demoledor: esta maravilla de escritura exacta y de sabiduría sobre el paso del tiempo, sobre la duración y el deterioro del amor, la escribió un hombre de 25 años. Dije: “Yo creo que lo mejor que hacemos es rendirnos y marcharnos del aula”. Veinticinco años. Eso sí que es joven narrrativa. Y entonces me acordé de que cuando John Huston hizo su película insuperable sobre esta historia que Joyce había escrito tan joven era un hombre viejo y muy enfermo que iban en silla de ruedas y tenía la respiración asistida. Dos ingredientes fundamentales del talento, la imaginación y la memoria, se van mezclando de maneras distintas a lo largo de la vida.