Basta que llegue el buen tiempo y que haya a mano un camino practicable para que vuelva a inventarse la idea espléndida de la romería. El sábado, por la orilla del Hudson, la romería se prolongaba a todo lo largo de la isla de Manhattan, desde Battery Park, que es como su proa hacia el Atlántico, hasta el puente George Washington, reluciente como una joya en la brumosa lejanía. En Nueva York, en abril y mayo, hay algunos días perfectos que uno aprende a disfrutar con una mezcla de gratitud y de incredulidad. Reluce el sol, y caldea la piel empalidecida por el largo invierno, pero no hace calor; la brisa tenue mueve las ramas de los árboles recién florecidos, el sismógrafo de las primeras hojas brotadas, de un verde muy tierno; los narcisos ya se están marchitando, pero relucen por todas partes los tulipanes y estalla en la hierba el amarillo innumerable de los dientes de león. Mujeres temerarias y muy blancas se tumban al sol en bikini en los espacios de césped más inverosímiles. En la crecida máxima de la marea alta el río se apacigua, rizado apenas, inmóvil como un lago. Y la gente baja y sube por la orilla, en desordenada romería, los caminantes, los corredores, los corredores veloces y elásticos y los corredores sofocados y lentos, los corredores solitarios y los que van en parejas y los que empujan cochecitos de niños, los patinadores, los ciclistas, los ciclistas de paisano y los ciclistas de carreras, los turistas con bicis alquiladas que se paran en mitad del camino para consultar un mapa o hacer una foto, los raros, los insensatos, los extravagantes: dos adolescentes negros en tablas de skateboard van haciendo filigranas de un lado a otro con grandes probabilidades de desatar una carambola catastrófica de corredores y ciclistas; un patinador con la gorra torcida y los pantalones flojos lleva en brazos, como si llevara un baúl, un radiocassette retumbante y enorme, de esos que se llamaban ghetto blasters, como en un gesto de nostalgia de las tecnologías culturales obsoletas; otro, éste blanco y musculoso de gimnasio, con el torso desnudo, patina sobre su tabla impulsándose con un remo, como un gondolero de secano. El skateboard parece que llama a la extravagancia: adelanto en la bici a un patinador que tira de la correa de su perro, que lo sigue con la lengua fuera, pero un rato después vuelvo a cruzarme con él y ahora el perro va confortablemente instalado en la tabla, y el dueño corre tirando de él. Por el barrio he visto de vez en cuando a un ciclista lentísimo, encaramado en lo alto de una bici de manillar tan levantado como la cornamenta de un antílope, con espejos retrovisores, con una radio en la horquilla. El sábado llevaba un casco de soldado y una bandera americana en lo alto de cada uno de los manillares, rígidas y estremecidas en la brisa. Se levantó el viento y trajo un olor a océano, y la gente caminaba y corría y pedealeaba en una ventisca de pétalos de cerezos.
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