Los estudiantes vienen a la oficina a revisar conmigo relatos o proyectos de novelas que han escrito y a mí me gusta preguntarles cómo eran sus vidas antes de llegar aquí. Cada uno de un país, con acentos y pasados específicos, con esa familiaridad aproximada de lo hispánico, que está hecha de tantas diferencias y semejanzas menores. Hoy viene Daniela, que es de Barranquilla y vivía en Bogotá, y que trabajaba escribiendo crónicas judiciales para El Espectador. Muchas veces, los estudiantes que proceden de mundos que a ellos les parecen ajenos a la literatura tienen un fondo de inseguridad, como si ellos no pertenecieran del todo, con legitimidad plena. Pero la literatura es una gran democracia en la que lo que importa no son los títulos de origen, siempre dudosos o falsos, sino una cierta actitud, una curiosidad, una vocación de mirar y contar lo que se ha visto, lo que se ha imaginado con tanta viveza que parece verdadero. Qué mejor entrenamiento para un escritor que enfrentarse cada día a la obligación de ver y contar, muy rápido, entregando a una cierta hora, un cierto número de palabras, ni una más.
Le pregunto a Daniela qué ha descubierto en el tiempo que lleva en Nueva York, desde septiembre pasado, y me dice que sobre todo dos cosas: ha descubierto la soledad y las estaciones. En Barranquilla o en Bogotá, la familia, los amigos, las relaciones del trabajo, la extendida cordialidad, hacen muy difícil algo que en Nueva York es muy accesible, estar solo; y ni en Barranquilla ni en Bogotá había visto Daniela lo que aquí ha descubierto con tanto asombro: que los colores de las hojas cambian, que se acortan los días, que los árboles se quedan desnudos y hace de pronto mucho más frío, que de pronto, hace apenas una semana, la naturaleza ha estallado, los árboles con flores de pétalos blancos o rosados que el viento arrastra como en vendavales de nieve, el verdor de las hojas inundando todo lo que estaba áspero y desnudo. Y las variaciones en el estado de ánimo que esos cambios traen consigo: alegría, pesadumbre, novedad absoluta.
Me quedo pensando en lo raro que sería el mundo para mí si el curso del tiempo no lo puntearan las estaciones: no sería del todo quien soy. Quizás mi propensión doble al entusiasmo y al abatimiento no estaría tan pronunciada.