No cuesta nada imaginar a ese joven inglés alto y flaco que llegó a España en 1950 como si llegara a otro mundo, a otro planeta, un país más cercano a los legajos de documentos históricos que él se había aficionado a estudiar que al presente de los periódicos y los noticiarios de la radio, un país de idioma no más incomprensible que su anacronismo o su catolicismo. John Elliott viajó por la España de los primeros cincuenta casi como uno de los viajeros románticos de un siglo antes, curioso y desconcertado, muy visible en cualquier sitio a donde llegara por su estatura y su palidez y su aire de extranjero, como llegó en 1919 Gerald Brenan, que no tuvo mejor idea, en su afán de pasar inadvertido, que comprarse en Granada un sombrero cordobés, lo cual ya acentuó al máximo su exotismo.
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