Qué arbitrario, qué soberano, qué insobornable en lo más íntimo es el gusto personal. Y qué importante, en la percepción de las artes, no mentirse a uno mismo, no empeñarse en creer que nos gusta algo -ni siquiera fingirlo ante otros- tan sólo porque nos hemos convencido de que si nos gusta es que somos más inteligentes, o más cultivados, o más modernos. Lo bueno es que hay arte y literatura magistral para todos los gustos. Y que cuando uno se va educando su gusto puede cambiar, y lo que le parecía muy bueno ya no lo es tanto, y lo inaccesible o lo antipático adquiere de pronto una claridad seductora.
Es, en el fondo, un ejercicio de soberanía personal y de democracia. Todas las personas están dotadas del equipaje cognitivo necesario para entender y disfutar todas las obras del arte y de la literatura. Las diferencias son, claro, de educación, lo primero de todo, y luego de inclinaciones y destrezas que se van adquiriendo: como la destreza y la resistencia para correr o para practicar senderismo o montar en bicicleta, por citar habilidades que están al alcance de todo el mundo.
Hay un elemento arbitrario también, ciertas afinidades misteriosas: como el impulso que hace que nos enamoremos de un cara y no de otra, que admiremos con frialdad la belleza de alguien.
Hoy he ido al Metropolitan a ver una exposición de Matisse, tanteando la posibilidad de escribir sobre ella mi crónica para el periódico. Matisse no me ha gustado nunca. Algún autorretrato temprano, los collages de los últimos años. Lo demás me ha dejado siempre frío. Una belleza ajena a mí. Hoy quería saber si he cambiado, mirar esa pintura sin el prejuicio de mi indiferencia anterior. Al fin y al cabo Matisse es uno de los pintores canónicos del siglo XX. Pero la reacción ha sido exactamente la misma. Una decoración atractiva. Esto no dice nada sobre Matisse, desde luego, sino sobre mí mismo.