Hay un momento en que un novelista que percibía muy bien el pulso de su tiempo y se nutría de él para inventar sus ficciones parece perder ese latido que hasta entonces se había confundido sin esfuerzo con el suyo propio. Entonces se refugia en evocaciones más o menos lujosas o nostálgicas de su pasado, o de otros pasados ajenos o más lejanos que lo seducen porque en ellos no parecen existir los agrios conflictos o las realidades fragmentadas y confusas del presente, y porque en esos mundos apartados quedan más verosímiles los estereotipos que ahora urde en vez de personajes una imaginación fatigada.
[…]