Cuando se ha vivido muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo reconocer si de verdad pudiera verlo. Yo paso con mucha frecuencia, en Madrid, por la acera de la avenida de América donde está el edificio en el que vivió hasta su muerte Juan Carlos Onetti, y siempre me acuerdo de la mañana de hace casi veintidós años justos en que vine a visitarlo. Junto a esa acera ancha delante del portal bajé de un taxi, llevando una bolsa de viaje, porque había pasado en Madrid poco más de un día y en apenas unas horas tenía que salir camino del aeropuerto. Sólo unos días antes había ido de Granada a Lisboa. Volvería a Granada esa misma tarde. Vivía entonces a rachas un aturdimiento de viajes y no sabía que me estaba aproximando a una frontera invisible del tiempo que iba a cambiar con igual fuerza mi vida y mi literatura. Aquella acera, el paisaje del tráfico hacia el aeropuerto, el mareo de la falta de sueño, los veo ahora en el recuerdo como indicios seguros de lo que ya había cambiado sin que yo lo supiera. Me detuve delante del portal con mi bolsa en la mano y comprobé de nuevo la dirección que llevaba apuntada. En unos minutos, después de un trayecto breve en ascensor, iba a encontrarme con Onetti.
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