Atardecer. La luz diurna que queda todavía cuando ya se ha ido el sol le da un brillo móvil de mercurio a los canales de Ámsterdam. Por encima de los tejados, de las ventanas sin cortinas en las que van encendiéndose las luces, pasan las grandes nubes viajeras que trae el viento del Atlántico. En las calles comerciales donde sólo está permitida la circulación de tranvías y bicicletas se han cerrado las tiendas y hay un silencio en el que se nota la fatiga y el alivio del día laboral concluido.
Bicicletas. Anochece y sus pequeñas luces flotan en la penumbra como luciérnagas: algunas parpadean, otras permanecen fijas, hay quien las lleva colgadas en el pecho; el parpadeo se corresponde a veces con el sonido breve y rápido de los timbres; los timbres riman en tono menor con la campana del tranvía, igual que el ruido de cacharro de las bicicletas se escucha con el fondo de esa trepidación de los motores eléctricos y del roce de las ruedas de los tranvías sobre los raíles.
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