Hoy llevo compañía en la caminata dominical por Madrid. Hemos salido pronto a la calle y todavía no hace mucho calor. Nos hemos puesto ropa cómoda y zapatillas deportivas, y en la mochila llevamos galletas y una botella de agua. Tenemos por delante una hora de camino para llegar al Museo del Prado, donde le he propuesto a Arturo que veamos la exposición de Rafael. Arturo tiene 25 años y ha venido conmigo y con sus hermanos a los museos desde que era un niño. Ahora es un hombre joven, de movimientos sigilosos, con un corte de pelo de pop inglés y una barba que acentúa la expresión seria y absorta de su cara. Como tantas personas de su generación, Arturo se ha hecho adulto de golpe en los tiempos de lo que parece el gran derrumbe de todo. Ha viajado mucho más que yo a su misma edad y habla mucho mejor otras lenguas, pero la incertidumbre del porvenir no es menor que la que yo sentía con 25 años. Visto desde ahora, el mundo de 1981 parece comparativamente más sosegado, o al menos más simple, pero se trata en gran medida de un efecto óptico, de esa tendencia de la imaginación humana a atribuir al pasado una solidez de la que carece el presente. En 1981 las perspectivas que tenía un recién licenciado en letras para encontrar un trabajo aceptable también eran ínfimas. Y casi se me olvida que fue en aquel febrero de mis 25 años recién cumplidos cuando la tentativa de golpe de Estado del teniente coronel Tejero nos devolvió por una noche todo el miedo de la dictadura y nos llenó de vergüenza por nuestro país.
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