Llegan los calores de julio y por una especie de reflejo condicionado se me despierta la apetencia por las ficciones de mucho calado y larga duración. Durante el resto del año, la gula lectora está más influida por las obligaciones, aunque nunca hasta el extremo de forzarme a terminar un libro que no me guste mucho. Hay muchos más libros buenos de los que uno tendrá ocasión de leer en su vida, de modo que no queda tiempo para leer libros malos. Pero como los libros pueden ser muy buenos de muchas maneras diferentes, no hay obligación de leer ninguno que no resulte apasionante. Cualquier lector con afición y cierta experiencia está capacitado para leer cualquier novela. Pero uno va cambiando mucho a lo largo de la vida, y lo que le gustó mucho en una época puede dejarlo indiferente o incluso volvérsele detestable, del mismo modo que la gran novela que lo venció de aburrimiento o simplemente no despertó la llama de la curiosidad puede abrírsele como por sorpresa y ya para siempre en una futura tentativa. Sobre gustos no hay nada escrito: el sentido de la expresión creo que es que en ese ámbito tan privado del gusto no manda nadie, o no lo afecta ninguna legislación exterior. Reivindico, por cierto, el verbo gustar, con su connotación sensorial y caprichosa, por encima de ese otro que circula entre la gente más o menos conectada con la literatura, “interesar”, que suena como a un juicio más experto, elaborado con el desapego de una evaluación técnica, como si quien lo usa no descendiera a la vulgaridad primaria del disfrute. Como si al tomarse uno una cerveza fresca dijera:
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