Aturdimiento del regreso. La luz cegadora y terrosa desde la ventanilla del avión, unos minutos antes del aterrizaje: cerros pelados, hendidos por torrenteras, caminos blancos como cicatrices, campos con una lisura y un color de hojas secas. Queda atrás la noche en blanco, la noche del viaje abreviada por el cambio de hora. El reloj se quedó rezagado en la noche que sigue durando en otro continente.
Esta casa, nuestra otra atmósfera. La paciencia de las cosas: la bola del mundo sobre el escritorio, el caracol fósil de color de bronce, los lápices y los rotuladores en el tarro de cristal, el vinilo de A Love Supreme encima del equipo de música, con su gran foto en blanco y negro de John Coltrane.
Y la invasión de los paquetes, de los sobres, los montones de libros, todos los envíos que se han ido acumulando durante casi cinco meses, los catálogos, los folletos de propaganda, las invitaciones, los estractos bancarios, las revistas no solicitadas, el alud en el que poco a poco voy abriéndome paso, queriendo despejar el espacio, recobrar mi cuarto para el trabajo y la vagancia solitaria, dentro de la cual están incluidas la lectura y la música. El sábado lo dedico casi enteramente a poner orden. El orden exterior es la condición necesaria para que el hilo de la escritura se reanude después del viaje, para que la conciencia se asiente de nuevo. Sobre la mesa el portátil, los cuadernos, la pila de invitaciones impresas en buena cartulina que son tan útiles para escribir en el reverso.
Pero como va a venir Antonio y hace casi dos meses que no lo veo abandono la literatura para recibirlo con una tortilla de patatas.