Mañana leemos en clase Los hundidos y los salvados de Primo Levi, así que estos días he estado revisando el libro, que es la culminación de la trilogía de los campos, y también una recapitulación y casi un testamento. Primo Levi murió muy poco después de publicarlo. Esta mañana, en la biblioteca pública de la calle 100 y Amsterdam, lo leía despacio, con el cuaderno abierto y el lápiz, sumergido en la lectura y en la luz cambiante del día, junto a un ventanal en el que a ratos hacía sol y era abril y luego se nublaba y parecía invierno.
Los hundidos y los salvados es una meditación muy lúcida y muy amarga sobre los límites de lo que puede recordarse y lo que puede contarse; de lo que puede ser imaginado si no se ha vivido. En Si esto es un hombre, en La tregua, la narración de los hechos, por espantosos que fueran, tiene un impulso enérgico hacia adelante, y por lo tanto afirma de manera implícita la victoria de sobrevivir, la potestad de contar. En Los hundidos y los salvados solo hay reflexión y tristeza, una conciencia muy clara de que recordar y contar no es suficiente. El recuerdo se gasta y se vuelve impreciso. Los testigos que han vuelto no son los más fieles, porque si volvieron es que no llegaron al fondo. El que llegó al fondo no tuvo la oportunidad de contar. Y las cosas que hay que contar son literalmente increíbles, inauditas. Los verdugos contaban con eso. También contaban con la incomodidad que acaban siempre despertando las víctimas.
Copio en el cuaderno este párrafo: Lo repito, no somos nosotros, los supervivientes, los verdaderos testigos(…) Los supervivientes somos una minoría anómala además de exigiua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo. Son ellos, los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.