Escribir una biografía es dar la propia vida o una parte de ella a cambio de otra vida; dedicar cinco o diez o veinte años a seguir los pasos de otra persona a la que uno generalmente no conoció y que acaba siendo tan íntima como un amante o un amigo del alma; descubrir tal vez, cuanto más se sabe, que lo que no se sabe y no se llegará a averiguar es mucho más, y que hay profundidades en cada uno a las que no llega nadie, habitaciones últimas en las que no se podrá entrar, como esa cámara sellada que Flaubert decía que llevaba escondida en su corazón. A Flaubert, que dejó un rastro tan caudaloso de cartas, los biógrafos lo han examinado meticulosamente, y sus mismos contemporáneos dejaron testimonios abundantes sobre él. Si comparamos la información que tenemos sobre Flaubert, o Dickens, o Proust, o Joyce, o Virginia Woolf, con la que está disponible sobre la mayor parte de nuestros grandes escritores o personajes históricos, el resultado es desalentador.
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