Algo más ha ocurrido a lo largo de todos estos años alucinados, los años del delirio que duró tanto y del que no parece que despertemos del todo; algo más, aparte de la sinvergonzonería, del despilfarro, de la arrogancia de los nuevos ricos, de la obsesión por los orígenes, de la creencia alentada por la clase política de que se puede tener todo sin pagar por nada ni responsabilizarse de nada ni agradecer nada. Ahora se abren los ojos, ya sin remedio, y lo que se ve no es solo que de nuevos ricos hemos pasado a nuevos pobres, y que es a los débiles a los que les toca pagar las calamidades desatadas por los poderosos. Lo que se ve, además, es que en todos estos años, sin que nos diéramos mucha cuenta, nos ha ido rodeando e invadiendo un océano de fealdad, un océano que ocupa desde los paisajes que parecían más deshabitados o remotos hasta el corazón de las ciudades. Es una fealdad pública y también privada; una fealdad a escalas inmensas y en tamaños reducidos y no por eso menos viles; se la ve caminando por las calles y cuando se viaja en coche o en tren por esos alrededores cancerosos que nunca terminan y que incluyen siempre centros comerciales, polígonos cimarrones en mitad de páramos, barriadas compactas con torres de muchos pisos que nunca llegarán a ser habitados o urbanizaciones de adosados que se pierden en la lejanía, franquicias de comida basura, prostíbulos con letreros de neón que parpadean débilmente en los mismos secanos y bajo el mismo sol arcaico que tanto emocionaba a los estetas de la generación del 98.
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