Tardaba en amanecer y me ha parecido que sería una mañana gris como todo el día de ayer, con esa grisura invernal de París que reconocí de inmediato cuando el avión descendía. Un poco más tarde ha aclarado más y he distinguido un cielo azul pálido sobre el tejado de pizarra del edificio de enfrente.
Más de siete años sin venir. Ahora se descuida uno un poco y cuando hace las cuentas han pasado siete años. Pero estoy en el mismo barrio al que vengo siempre, al que me traen más bien, y después del primer aturdimiento el mapa de la ciudad se me vuelve claro de nuevo. Desde el balcón del hotel, en la rue Dauphine, veo el escaparate de una librería de segunda mano que se llama Couleurs du Temps. En el piso más alto de la casa de enfrente brilla un sol pálido: abajo, a la altura de la acera húmeda, la luz es de mañana nublada.
Y ahora tengo que ponerme a hablar de una novela que terminé hace dos años y medio como si todavía la sintiera cerca. Anoche revisaba la traducción espléndida de Philippe Bataillon y volvía a asombrarme la metamorfosis de un libro al ser bien traducido, seguir siendo el mismo y existir en otra lengua, estar plenamente escrito en ella.
