Estaba visitando la sala dedicada a la prehistoria en el Museo de Navarra y su directora me hizo una señal para que me fijara en algo, en una vitrina en la que lo único que yo había distinguido sin mucho interés eran varios fragmentos de huesos humanos, entre ellos una mandíbula. Las personas que saben nos enseñan a ver lo que tenemos delante de los ojos. La mandíbula, el fragmento de cráneo, el fémur humano, tenían algo en común: puntas incrustadas de flechas. Al cabo de los milenios esas puntas agudas y filosas habían acabado adquiriendo una unidad orgánica con el hueso en el que estaban clavadas, como vértebras o como dientes en una quijada, pero al mirarlas de cerca y con más detalle no había modo de evitar el escalofrío de un intacto rayo de dolor, de la crueldad inaudita y certera con que la flecha lanzada a toda velocidad se clavaría en la carne desgarrándola y luego en el hueso.
A Ötzi, aquel viajero neolítico que apareció momificado en un glaciar de los Alpes, no costaba nada imaginárselo en vida como un cazador errante por los bosques primitivos de Europa, un último mohicano romántico con su arco y su carcaj de flechas, diestro en los saberes necesarios para encender fuego y para procurarse un calzado aislante de piel forrado de paja, incluso provisto de una pequeña ración de hongos medicinales o alucinógenos. En un camino entre las montañas lo habría sorprendido una tormenta de nieve. Gracias al azar de una inmediata congelación su cuerpo se había preservado incorrupto como un testimonio de esos pasados remotos en los que casi instintivamente situamos alguna forma de paraíso terrenal, de paraíso perdido. […]
» Seguir leyendo en EL PAÍS (15 / 11 / 2011)