Thomas Mermall era un hombre bueno y cordial que había sobrevivido sin amargura ni queja a la persecución y luego al temprano desarraigo. De la mano de su padre había huido a los seis años de los nazis. Junto a él huyó unos años después de la gran cárcel comunista en la que se estaba convirtiendo la Europa fronteriza de sus orígenes, entre Ucrania y Hungría, a la que solo pudo regresar medio siglo más tarde, en busca de los lugares de su infancia y del campesino que al esconderlos a él y a su padre en su granero les había salvado la vida, arriesgando la suya y la de su familia con una generosidad sobre la que Thomas no dejó nunca de interrogarse. Con esa plasticidad alucinante de los niños, a los 15 años Thomas Mermall era un adolescente judío y americano de Chicago, que se había aficionado al fútbol y a la lengua española en uno de esos rodeos a los que se acostumbran los exiliados, pues él y su padre, fugitivos de Europa, pasaron por Chile antes de viajar a Estados Unidos.
Un adiós desde lejos
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