Casi medianoche, soledad y cansancio. Elvira se fue ayer a Buenos Aires, porque sale allí su novela, en esa ciudad tan favorable a los libros. Le he dicho que no se olvide de tomarse un helado a mi salud en la heladería Volta, detrás de la plaza de la Recoleta. Yo también me voy de viaje mañana. Primero a Zurich, luego a Alemania. Berlín, Colonia, Hamburgo, Munich. Tengo ganas de volver, después de mucho tiempo. Me gusta esa costumbre alemana de las lecturas, a las que la gente paga por asistir, cordial e interesada, muy atenta. Recibí el otro día la traducción de mi novela, muy bellamente editada, con esa solidez que tienen allí los libros, y que casi le dan al escritor una sensación de solvencia que tantas veces suele faltarle. Me dicen que ha aparecido una buena crítica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Será raro volver a hablar de esa novela que se me ha quedado ya atrás: y hacerlo para un público que no está familiarizado con las claves históricas ni con los debates políticos españoles, lo cual quizás le permitirá prestar más atención a lo que a mí me importaba sobre todo mientras escribía, la invención de destinos personales de hombres y mujeres trastornados de golpe por una calamidad que ni mucho menos era exclusivamente española. Ya se verá. Ahora, muy cansado después de pasar el día entero trabajando, dejando escritos por anticipado los artículos, en el silencio tan raro de la casa en la que estoy yo solo -si no hay voces, aunque haya música, una casa está en silencio- pienso en los paseos y en las ciudades que me esperan, en los lectores con los que me encontraré. En la mochila llevo una edición de bolsillo de L’Éducation sentimentale, que empecé ayer por uno de esos caprichos repentinos de lector y de la que ya no puede separarme. Ya que uno va a estar solo, qué mejor compañía en una habitación de hotel que Flaubert. No me explico cómo he tardado tantos años en volver a esta novela.
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