Necesitamos magnificar las causas de los hechos trágicos. Porque si algo es inaudito o atroz nuestra imaginación supersticiosa requiere que sus motivos estén a la altura de su resonancia: que los grandes estafadores o los mayores tiranos sean muy inteligentes y muy retorcidos, que los causantes de las guerras actúen empujados por formas extremas de maldad, que los peores crímenes respondan a conspiraciones muy organizadas. Nos espanta el horror, pero quizás nos espanta más todavía la sospecha de que quienes lo han desatado actuaran por motivos mezquinos o triviales, incluso con cierta distracción. Necesitamos que las cosas hayan sucedido de acuerdo con algún plan grandioso, que haya proporción entre las causas y las consecuencias. Somos herederos de la idea cristiana de la predestinación y de la mecánica de Newton: si algo sucedió, era porque tenía que suceder, y el historiador ha de trazar la línea de puntos de sus causas, como el astrónomo calcula la órbita de un cuerpo celeste, o como el teólogo descubre con reverencia el plan divino. La posibilidad de la indeterminación, del azar, del caos, de que hechos muy graves se puedan desatar por una combinación casual de circunstancias mínimas, de proyectos fragmentarios, nos produce la misma desazón, en el fondo religiosa, de quienes no podían aceptar hace cinco siglos que la Tierra gira en torno al Sol. […]
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