He quedado para comer con Elvira en un restaurante de nuestro barrio, Henry’s, un sitio barato, grande, algo destartalado, con buena comida, con una barra acogedora en la que no falta nunca la hilera de bebedores fieles, concienzudos, acodados como en el pupitre de una biblioteca. Henry’s tiene un suelo de madera gastado, mesas con manteles a cuadros, una carta breve y simple que nunca aparecerá en una guía gastronómica. Los fines de semana a mediodía se llena de familias con abuelos y niños(en Nueva York hay muchas mujeres embarazadas, muchos niños pequeños). Los sábados toca a la hora de comer el trío del guitarrista Bill Wurtzel. Hoy lo acompaña, como casi siempre, un contrabajista negro y mayor, muy delicado, muy ágil; y un batería que no tendrá mucho más de veinte años. El espacio es tan reducido que el batería no tiene platillos ni bombo: solo un tambor. Cuando entro están empezando a tocar All Blues. La música sutil de Miles Davis tiene algo de conversación que no llega a destacar del todo de los sonidos de fondo, las voces de los comensales, los gritos de los niños, el trajín de los camareros. Me han dado una mesa cerca de los músicos, que ni siquiera están sobre una tarima. Veo aparecer a Elvira y están tocando Lover Man. Viene contenta, se quita el abrigo, se sienta a mi lado, la cara un poco enrojecida por el frío que no acaba de irse, me ofrece una bolsa con algo que me ha traído de regalo. La bolsa es de Marc Jacobs pero lo que hay dentro es un estuche con los facsímiles de las primeras ediciones de cuatro libros de J.D. Salinger: Catcher in the Rye, Franny and Zoey, Nine Stories, Raise High the Roof Beam, Carpenters. Los lomos brillantes, de colores vivos, resaltan la cualidad visual y táctil del regalo. Elvira acaba de leer la biografía de Salinger recién publicada en España por Galaxia Gutenberg y está arrebatada de entusiasmo, regresando a esas historias que ha leído tantas veces y le gustan tanto, iluminadas ahora por su conocimiento de la vida de quien las escribió.
Mientras pedimos la comida los músicos siguen tocando. Hay quien les presta atención, quien lo oye de fondo, quien ni advierte su presencia. Hay niños que gatean bajo las mesas y bebés que lloran en brazos de sus padres o patalean en las tronas. Terminan de tocar y aplaudimos. De otros lados de la sala vienen más aplausos dispersos. Ha llegado el descanso. Bill Wurtzel se acerca a nuestra mesa y nos da las gracias por atender a la música: “Eso da mucho ánimo”, nos dice. Nos pregunta cosas en seguida: si vivimos en el barrio, si somos músicos también. La cara del contrabajista me era familiar. Le pregunto a Wurtzel por su nombre y me dice que es Bob Cranshaw: ese abuelo que ahora descansa tomando un refresco cerca de mí ha tocado con los más grandes, con Ella Fitzgerald, con Coleman Hawkins, con Sonny Rollins… “Y el batería es mi nieto”, dice Wurtzel con orgullo. Cuando vuelven a tocar, un rato después, Bill Wurtzel mira sonriendo hacia nosotros, y como le hemos dicho que somos españoles nos regala en solitario una versión del Capricho árabe de Tárrega matizado de quiebros jazzísticos. Habíamos pagado la cuenta y apurado el café, pero entonces arrancan con In a Mellow Tone. A ver quién se levanta para irse.