Sin palabras

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Por la mañana tomé la línea A del metro hasta la penúltima estación, en la punta norte de Manhattan, y estuve paseando con mi amigo Marc por el bosque de Inwood, que es el último resto asombroso de los bosques que cubrían la isla cuando llegaron los holandeses a principios del siglo XVII. Sales del metro y por encima de las casas ves una colina boscosa y sobre ella una torre románica: son los Cloisters, el collage de edificios medievales que los Rockefellers y otros ricos de Nueva York trajeron a la ciudad hacia principios del siglo pasado. También compraron el bosque a este lado y al otro del río para que la vista no se estropeara nunca. Y a continuación lo regalaron todo a la ciudad.

Cruzas un semáforo, tomas un sendero, caminas por él unos pocos minutos y ya te has internado en un bosque primitivo. Nadie retira la maleza ni los troncos caídos interviene en el mantenimiento del bosque, salvo retirar las botellas de plástico que dejan los fines de semana algunos excursionistas. Árboles de más de doscientos años yacen en el suelo como columnas de grandes templos derribados. Colonias de insectos horadan los árboles y constituyen el alimento de millares de pájaros. Hay águilas, halcones, grajos, estorninos, pájaros carpinteros, grajos. También otros cuyos nombres en español no sé o no recuerdo ahora mismo: cardinals de plumaje rojo, blue jays, robins, chickadees. Marc reconoce los pájaros por su canto y lleva unos prismáticos para observarlos más de cerca. Ese deporte tranquilo que practica mucha gente en los parques de Nueva York se llama birdwatching. Mirapájaros. Hoy hace sol y calor y ya se han abierto iris y crocuses entre las hojas y las hierbas secas del inverno pasado y vuelan nerviosamente unas mariposas de alas negras con listas amarillas que según Marc se llaman Mourning Cloaks, ropajes de luto.

Con este tiempo de primavera súbita se pasaría uno el día entero en la calle. Por la tarde tengo una entrada para Carnegie Hall: la Sinfónica de Boston, dirigida por Andris Nelsons, que sustituye a James Levine, enfermo una vez más. Hacen la Novena de Mahler. En un lugar tan grande lleno hasta las últimas gradas hay a lo largo de todo el concierto una sensación de intimidad y sigilo. No sé si hay una música que me alcance tan hondo como esta sinfonía: la celebración de la vida, el adiós triste y sereno a la vida. En los últimos minutos hay un lento extinguirse de todos los sonidos, un desvanecerse cada vez más tenue de la melodía en el silencio. Cuando el silencio llega de verdad al final Nelsons mantiene la batuta levantada, suspendida en el aire, y los violinistas y los violoncelistas no separan todavía los arcos de las cuerdas. No sé cuántos segundos, minutos, dura esa quietud. No se oye ni una tos, ni el timbre de un móvil. No recuerdo haber escuchado un silencio como éste en ningún concierto.

Y me acuerdo del bosque de esta mañana: no hay otro arte que se acerque más que la música a la experiencia de la naturaleza, al estremecimiento de una conciencia que alcanza la plena lucidez o que acepta la disgregación y el olvido. No creo que Mahler hubiera escrito esa música si no hubiera sabido y aceptado que se iba a morir.