El diluvio

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En Nueva York el Diluvio Universal ocurre con relativa frecuencia: hoy mismo, por ejemplo. Llueve durante todo el día y durante toda la noche y el viento empuja la lluvia en oleadas oblicuas que inundan las escaleras del metro y convierten cada papelera de la calle en un cementerio de trágicos paraguas rotos. No hay centímetro del suelo ni de las paredes ni los escaparates o las ventanas o las ramas de los árboles sobre el que no golpee la lluvia. Bajan cataratas por las escaleras del metro y llueve también sobre los andenes a través de las rejillas de ventilación.

No importa, esta noche. Me lanzo contra la lluvia y el viento en una esgrima absurda porque voy a Avery Fisher Hall a ver a la Filarmónica dirigida por Esa-Pekka Salonen, haciendo un programa que es toda una promesa de felicidad, por copiar las palabras de Stendhal, a quien la música le gustaba tanto: una sinfonía temprana de Haydn, el concierto de piano de Ligeti con  Pierre-Laurent Aymard, el concierto para orquesta de Bartók. No sé si le puede pedir mucho más a la vida, a la tarde, aparte de que los zapatos no se empapen tan rápido a pesar del paraguas.

Aymard, que es un habitual en Nueva York, está enfermo y no se presenta esta noche. Lo sustituye Mario Formenti, que toca el misterioso concierto de Ligeti con mucho arrojo, con fuerza y sutileza rítmica. El concierto de Bartók es una conmoción. Tiene algo de despedida de Europa, de la lujosa tradición sinfónica de Europa central, y de saludo melancólic al nuevo país de acogida. Cuando lo escribió, Bartók estaba muy enfermo de leucemia. Había emigrado de Hungría no porque fuera judío ni porque estuviera fichado sino por asco de su país envilecido y sumiso al fascismo y de la Europa entera que se rendía a los nazis. Vino a Nueva York pobre, enfermo, sin saber el idioma, con 59 años. Vivió precariamente de una beca de la universidad de Columbia para investigar el folklore musical yugoslavo. Enfermo y desalentado, con una triste certeza de que su fama como compositor había concluido, escribió algunas de sus músicas más memorables: la sonata para violín solo, el concierto para viola, el tercer concierto de piano, este concierto para orquesta que yo he escuchado una vez más esta noche. Se lo encargó Sergei Koussevitzky para la Sinfónica de Boston casi por caridad, porque lo encontró enfermo e indigente en un hospital de Nueva York. Quién lo diría, escuchando el esplendor de esta música, su energía, su burla, su nostalgia irónica, su ímpetu de celebración.

Salgo de Avery Fisher Hall casi tres horas después y el diluvio universal continúa, y también ahora mismo, mientras escribo escuchando la lluvia.