Intoxicado por la lista de canciones que ha ido creciendo a lo largo del día me paso horas viendo y escuchando, yendo de una voz a otra, de una canción a otra, por este universo que no se acaba nunca, que se convierte en un laberinto de resonancias para la memoria y el corazón. Qué misterio, las canciones. Cuánta poesía y cuanta música y cuánta experiencia y cuánta fiebre y cuánto dolor y cuánta belleza en dos o tres o cuatro minutos, cuántas historias dichas para siempre en unas pocas palabras, en tantas lenguas. Íbamos a ir al cine pero la tarde se va en viajes por Spotify y por Youtube, el equivalente sonoro de la biblioteca de Babel que inventó Borges, un collage temporal que duraría días enteros si uno fuera capaz de ordenarlo en una sola secuencia. “Me gustan las canciones de la radio porque solo ellas dicen la verdad”, recuerdo que dice un personaje en aquella película tristísima de Truffaut, La mujer de al lado. Los boleros, los tangos, las grandes canciones en catalán y castellano de Serrat, las de Gerswhin, las de Irving Berlin, las que convertía en rumbas mestizas Antonio el Pescaílla, las de Angelillo y las de Miguel de Molina, las de Augusto Algueró, las de Vinicius de Morais, las de Paul Simon, las de Johnny Cash, las de Mina, Johnny Guitar cantado por Mina en un inglés con acento italiano, las de Paolo Conte, las de Paul Simon, las de Paul McCartney, las de Buddy Holly, el Sex Bomb de Tom Jones, las de Jaume Sisa, Quasevol nit pot sortir el sol, que yo escuchaba en un cassette en la oficina del cuartel, los blues extraños de Pino Daniele, el Dallamericaruso (creo que se titula así) de Lucio Dalla, Screamin’ Jay Hawkins gritando I Put a Spell On You, Joselito cantando Campanera en el blanco y negro de mis recuerdos de niño, los Bravos y Black Is Black, los Canarios y Get On Your Knees, Bessie Smith y el blues escalofriante de la silla eléctrica, John Lennon despertando de un estupor de años con Starting Over un poco antes de que lo mataran, Bob Dylan con la letanía bíblica de Masters of War, Bruce Springsteen en la elegía de Point Blank y en cada una de las canciones insomnes de Nebraska, Pepe de la Matrona diciendo con guasa una guajira, Leonardo Favio y Ella ya me olvidó, Joao Gilberto con su seriedad de catedrático casi murmurando Chega de Saudade, Chet Baker apartando la trompeta de la cara para ponerse a cantar You Don’t Know What Love Is… La lista no acaba nunca, y cada vez que la empezara sería distinta, y se mezclaría de otro modo con las preferencias de todos los demás.
Pero al final me quedo con una, a la que he llegado sin haberlo previsto después de dar muchas vueltas, al final de la tarde, la canción más desolada, con esa letra de acusación casi insoportable, escrita por un judío de Nueva York, cantada por Billie Holiday, a quien Lester Young, que la quería tanto, le puso el sobrenombre más bello, Lady Day: