Tiempo en los relojes

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Mañana de lluvia helada y cordilleras de nieve sucia en la periferia más industrial de Chelsea, la menos maquillada, ya cerca de la autopista y de las últimas instalaciones portuarias junto al río, todavía con más almacenes y garajes y tiendas de repuestos de coches que galerías de arte, bajo los pilares de hierro de un puente de ferrocarril. En Chelsea, con mucha frecuencia, los colosales almacenes con muros de ladrillo y ventanas de cristales rotos o los garajes cavernosos en los que se reparan los taxis son más atractivos visualmente que las galerías, del mismo modo que los espacios interiores de éstas tienen un poderío que empequeñece o deja directamente en ridículo bastantes de las obras que se exponen en ellas: cómo competir con esos suelos de hormigón bruñidos, con esas vigas enormes como mástiles de buques balleneros, esos techos de cristal bajo los cuales se almacenaban hasta hace no mucho las mercancías traídas por cargueros de cualquier extremo del mundo. Por las aceras se cruzan como en universos simultáneos pero invisibles entre sí obreros hercúleos con cascos como de espeleólogos y cinturones de herramientas y modernos pálidos del arte, mecánicos sijs con turbantes color canela y manazas manchadas de grasa y ese tipo de señoritas que actúan como vestales o cariátides detrás del mostrador de entrada de las galerías, sin levantar nunca la mirada hacia el visitante, perdidas en la contemplación de una pantalla de MacBook; perdidas en ella como en un nirvana sin regreso, con gafas de concha muchas veces, con cuellos largos y ojos pálidos, con cortes de pelo exclusivos.

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Big Ben
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