Desde la primera línea en una historia de Colm Tóibín uno está sumergido por completo en una conciencia. Da igual que sea una novela o un cuento. La inmersión es la misma, y no cesa hasta el final, y en ningún momento escucha uno crujir los mecanismos de la construcción ni es distraído por la evidencia del estilo, y menos aún ve al autor haciéndole un guiño para felicitarle por su propia agudeza ni gesticulando para que se sepa lo listo o lo complejo que es quien escribe, lo al tanto que está de las últimas innovaciones narrativas. Colm Tóibín escribe a veces sobre escritores o gente de profesiones intelectuales y muchas más veces sobre personas que se dedican a oficios modestos o que carecen de familiaridad con las palabras escritas o con la expresión sofisticada de los sentimientos. Pero siempre la voz que cuenta, sea en primera o en tercera persona, es la de alguien que mira a los seres que ha inventado exactamente desde la altura de sus propias vidas, a una distancia respetuosa que elimina la condescendencia y sin la cual es posible que no exista gran literatura.
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