¿Soy de verdad yo el que ha cumplido hoy 55 años? No sé qué edad percibo dentro de mí, o cuando me miro en el espejo, donde los cambios incesantes de cada día siempre son invisibles, como el movimiento de las agujas de las horas y de los minutos en el reloj. Mi padre era algo más joven que yo cuando el nacimiento de mi hijo Antonio lo hizo abuelo por primera vez. Mi abuelo Manuel tenía 52 años cuando yo nací. Y sin embargo yo lo recuerdo siempre como un hombre viejo. Cuando somos niños o muy jóvenes, los padres, los abuelos, nos parecen mayores de lo que son en realidad, habitantes de un tiempo que no es exactamente el nuestro. Y también ocurre lo contrario: escucho hoy en el teléfono la voz de mi madre y la de mi tía Juani, su hermana menor, y son las voces de las mujeres jóvenes que pertenecen a mi memoria de niño. Mi tía Juani me cuenta que se acuerda bien del día en que yo nací, en aquella buhardilla a la que llamaban al acordarse de ella el Cuarto de la Viga. Mi abuela Leonor y una comadrona llamada doña Juana estaban asistiendo a mi madre. Mi tía Juani barría el portal a la caída de la tarde cuando mi padre volvió de la huerta trayendo, dice ella, una carga de berzotes. Berzotes llaman en Úbeda a las grandes hojas de las coliflores que se daban para comer a las vacas. “A estas horas todavía no habías nacido”, recuerda mi tía, que me ha llamado cuando estaba anocheciendo.
Es un cumpleaños raro, de soledad y compañía. Soledad porque Elvira se fue esta mañana temprano a Alicante, donde daba una charla. Compañía por las llamadas de teléfono, los mensajes, los emails de amigos y de desconocidos, las felicitaciones en Facebook. Los muy cercanos llaman infaliblemente: Don Manolo, Miguel, Antonio, Inma, Elena, Arturo, mi madre, mi hermana, mi tía Juani, César, Manolo RR, Elena Ramírez, Pere Gimferrer. Juan Cruz se adelantó a todo el mundo y hasta a mi cumpleaños y me llamó ayer desde una playa de Tenerife. Con Gimferrer siempre me enredo en conversaciones puntillosas: “Elvira es seis años menor que tú, ¿verdad?” “Pues sí, afortunadamente para mí” “Para ti, ¿por qué? Será afortunadamente para ella, que es más joven”. “Hombre, para mí también” “Sí, pero más para ella”. Y así. Desde Chile me escribe el físico mexicano Luis Orozco, científico enamorado de la literatura, al que le oí hace unos años en Nueva York una conferencia memorable titulada “La luz, onda o partícula”.
Mientras me hago algo de cena pongo la radio en la cocina y surge una música llena de furia, angustia, resplandeciente poderío. Tardo un rato en reconocer la 4ª Sinfonía de Shostakovich. Y ese es otro de los regalos inesperados del día.