Estaba tan absorto escuchando la música que no me he dado cuenta de que había empezado a llover. Una percusión suave, de golpes mínimos y multiplicados, un rumor más poderoso ahora que al interrumpir la música por primera vez desde hace varias horas se ha hecho el silencio. A mi hermana y a mí el sonido de la lluvia en las noches de las vacaciones de Navidad nos hacía felices porque indicaba que a la mañana siguiente no tendríamos que madrugar para ir a la aceituna. En épocas de sequía mi padre o mi abuelo se asomaban cada noche al corral a ver si asomaba alguna nube y declaraban melancólicamente: “Está más raso que el culo de un choto”. La semejanza entre el estado del cielo y esa parte de la anatomía de un animal nunca he llegado a averiguarla. Como ellos estaban quejándose siempre de la falta de agua la irrupción de la lluvia me trae siempre una oleada de felicidad. Me acuerdo de un poema de E.E. Cummings: Ni siquiera la lluvia/ tiene las manos tan pequeñas”. Y de uno de los sonetos de Borges que me aprendía de memoria para aliviar el tedio del cuartel:
Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.