El hombre dócil que sonreía siempre en exceso y al que muchos de los suyos llamaban lacayo y payaso de pronto se puso muy serio y levantó la voz y no hubo manera de hacer que callara ni de parar el escándalo. El 17 de septiembre de 1957 un hombre joven con chaquetilla de camarero llamó a la puerta de la habitación donde se alojaba Louis Armstrong, diciéndole que le traía la cena. El hotel estaba en un lugar llamado Grand Forks, en North Dakota. Armstrong habría llegado a él desde cualquiera sabe dónde esa misma mañana y se marcharía de él a la mañana siguiente, camino de otro hotel en otra ciudad en la que daría otro concierto y pasaría también una sola noche. Tenía cincuenta y seis años y esa era la vida que había conocido desde que era muy joven: tocar cada noche en clubes o en salones de baile, descansar unas horas, tomar un autobús o un tren con los músicos hacia el próximo destino, viajando tal vez durante un día entero para llegar a tiempo de la actuación en una ciudad de la que la mayor parte de las veces no veía nada y ni siquiera sabía el nombre, encontrarse oliendo a sudor y exhausto en otra habitación de otro hotel. Y si la gira era por los Estados del Sur, muchas veces no había hoteles donde aceptaran a negros, ni restaurantes de carretera en los que les vendieran comida o les permitieran aliviarse, de modo que más valía pasar la noche de cualquier manera en el autobús y seguir viaje. Incluso ahora -cuando era desde hacía mucho una celebridad internacional, viajaba en su propio coche de lujo y tenía un asistente- Louis Armstrong seguía sin poder entrar por la puerta principal ni alojarse en muchos de los hoteles en los que su orquesta tocaba.
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