Saltos de tiempo

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Qué vertigo la otra noche, en Sevilla, en medio de tanta gente, a causa de los cambios constantes en la perspectiva del tiempo: caras de amigos a los que estaba viendo por primera vez y junto a ellas caras que no había visto en diez, en veinte, en treinta años; hombres o mujeres jóvenes que eran niños la última vez que los vi; cabezas canosas y rasgos marcados por los años debajo de los cuales se transparentaba muy pronto, en el acto del reconocimiento, la cara joven que estaba en mi memoria. Mi querida Tere, que se sentaba en una banca delante de la mía en el Instituto, junto al ventanal que daba al patio de juegos, y que mira y sonríe igual que en 1971, cuando vestía siempre de luto por la muerte de su madre; Amador, que tiene el pelo canoso pero se parece mucho a cuando era un alumno de BUP en las clases de Perico, en un colegio del Polígono de Cartuja de Granada. Me pregunto si en realidad sabemos ver en el presente a las personas a las que hemos conocido desde siempre: si se parecen, nos parecemos en algo, a lo que ve en nosotros quien acaba de conocernos, sin las veladuras de las caras sucesivas que hemos ido teniendo.

Un hombre mayor me saluda, con pinta de jubilado, con gafas de vista cansada, con una gorra de visera. Hace treinta y dos años me encargó el primer trabajo literario por el que cobré algo, un libro sobre sindicalismo que escribí para él y que él firmó, aunque no creo que llegara a publicarse. Durante una semana me albergó en su casa en Sanlúcar y me pagó cinco mil pesetas. Durante varias horas al día él hablaba, y yo iba dando forma a lo que me decía. Por las tardes me iba a dar paseos por la orilla del Guadalquivir y veía ponerse el sol detrás del Coto de Doñana. Me gustaba mucho el olor marítimo del río, la sensación algo novelesca de ganarme un dinero como escritor a sueldo. Un mercenario, un ghost writer. Su familia me trataba con una efusión gaditana que me aturdía un poco, tan distinta a mi austeridad de Jaén. Su mujer me saluda, y detrás de ella, como dos guardaespaldas, hay dos hombres muy grandes y muy parecidos entre sí: jugaban a gatas por la casa mientras yo escribía a máquina. Por las noches, desde el cuartillo donde dormía, veía apagarse y encenderse el faro de Chipiona.

Me acuerdo de esas noches de Sanlúcar en el insomnio del hotel, delante de un balcón en el que se ve la Giralda, un gigante vertical en la niebla ligera. Como cuando era joven y no viajaba casi nada hice demasiada literatura sobre el romanticismo de la soledad en los hoteles,  fui castigado después teniendo que pasar de verdad noches solitarias en habitaciones de hotel. En la oscuridad voy coleccionando las campanadas sucesivas de las horas, la resonancia nítida de los golpes de bronce. Medio en sueños oigo cascos de caballerías sobre el empedrado, como cuando era niño, antes del amanecer. Ahora son los cascos de los caballos en los coches para los turistas, que van llegando con la primera luz a la acera de la catedral.

Antonio Muñoz Molina
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